Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no volverá a ocupar en el concierto de las naciones el lugar que corresponde a la que fue primera potencia a escala planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes.
Tras mi casi clásico frontispicio, si no una ley matemática desde luego que sí diplomática, y dejando para otro momento, tocaba ahora, el Balance sobre los contenciosos diplomáticos españoles, entramos en materia. La crisis general de valores que hipoteca la armonía (hasta con h, como la he escrito alguna vez y como puede escribirse) nacional, y en particular aquí lo que denominamos la hipostenia diplomática española, de la que pudiera ser sinopsis paradigmática, sin necesidad de ulteriores elucubraciones, el déficit de nuestros contenciosos y diferendos en la globalidad, cierto que crónico, como la posición internacional de España, borrada prácticamente de los centros decisorios del poder siendo nada menos que la cuarta/tercera potencia de la UE (“España no representa nada ni interesa en el planeta”; “los fracasos internacionales de España son múltiples”, hiperboliza pero a nuestros efectos, y a otros, resulta citable la ilustre académica y catedrática de Internacional Araceli Mangas) está alcanzando extremos inéditamente preocupantes, acentuados no ya por la coyuntura sino a causa de la ausencia bastante de respuesta. Con el agravante ya típico de que en materia de controversias territoriales, Madrid prosigue esgrimiendo una táctica pasiva, jugando con las negras en lugar de rentabilizar el empuje de las blancas, dejando a veces que los temas se deterioren hasta extremos de difícil reconducción, lo que en términos operativos aboca a una política exterior insuficiente en tan proceloso tablero.
Inicia su gira por el Sáhara el muy esperado sexto…